miércoles, abril 02, 2008

"El Hombre Invisible", de H. G. Wells

Capítulo XXII. En los grandes almacenes.

Así fue cómo el mes de enero pasado, cuando empezaba a caer la nieve, ¡y si me hubiera caído encima, me habría delatado!, agotado, helado, dolorido, tremendamente desgraciado, y todavía a medio convencer de mi propia invisibilidad, empecé esta nueva vida con la que me he comprometido. No tenía ningún sitio donde ir, ningún recurso, y nadie en el mundo en quien confiar. Revelar mi secreto significaba delatarme, convertirme en un espectáculo para la gente, en una rareza humana. Sin embargo, estuve tentado de acercarme a cualquier persona que pasara por la calle y ponerme a su merced, pero veía claramente el terror y la crueldad que despertaría cualquier explicación por parte mía. No tracé ningún plan mientras estuve en la calle. Sólo quería resguardarme de la nieve, abrigarme y calentarme. Entonces podría pensar en algo, aunque, incluso para mí, hombre invisible, todas las casas de Londres, en fila, estaban bien cerradas, atrancadas y con los cerrojos corridos. Sólo veía una cosa clara: tendría que pasar la noche bajo la fría nieve; pero se me ocurrió una idea brillante. Di la vuelta por una de las calles que van desde Gower Street a Tottenham Court Road, y me encontré con que estaba delante de Omnium, un establecimiento donde se puede comprar de todo. Imagino que conoces ese lugar. Venden carne, ultramarinos, ropa de cama, muebles, trajes, cuadros al óleo, de todo. Es más una serie de tiendas que una tienda. Pensé encontrar las puertas abiertas, pero estaban cerradas.

Mientras estaba delante de aquella puerta, grande, se paró un carruaje, y salió un hombre de uniforme, que llevaba la palabra "Omnium" grabada en la gorra. El hombre abrió la puerta. Conseguí entrar y empecé a recorrer la tienda. Entré en una sección en la que vendían cintas, guantes, calcetines y cosas de ese estilo y de allí pasé a otra sala mucho más grande, que estaba dedicada a cestos de picnic y muebles de mimbre. Sin embargo, no me sentía seguro. Había mucha gente que iba de un lado para otro. Estuve merodeando inquieto hasta que llegué a una sección muy grande, que estaba en el piso superior. Había montones y montones de camas y un poco más allá un sitio con todos los colchones enrollados, unos encima de otros. Ya habían encendido las luces y se estaba muy caliente. Por tanto, decidí quedarme donde estaba, observando con precaución a dos o tres clientes y empleados, hasta que llegara el momento de cerrar. Después, pensé, podría robar algo de comida y ropas y, disfrazado, merodear un poco por allí para examinar todo lo que tenía a mi alcance y, quizá, dormir en alguna cama. Me pareció un plan aceptable. Mi idea era la de procurarme algo de ropa para tener una apariencia aceptable, aunque iba a tener que ir prácticamente embozado; conseguir dinero y después recobrar mis libros y mi paquete, alquilar una habitación en algún sitio y, una vez allí, pensar en algo que me permitiera disfrutar de las ventajas que, como hombre invisible, tenía sobre el resto de los hombres.

Pronto llegó la hora de cerrar; no había pasado una hora desde que me subí a los colchones, cuando vi cómo bajaban las persianas de los escaparates y cómo todos los clientes se dirigían hacia la puerta. Acto seguido, un animado grupo de jóvenes empezó a ordenar, con una diligencia increíble, todos los objetos. A medida que el sitio se iba quedando vacío, dejé mi escondite y empecé a merodear, con precaución, por las secciones menos solitarias de la tienda. Me quedé sorprendido, al ver la rapidez con la que aquellos hombres y mujeres guardaban todos los objetos que se habían expuesto durante el día. Las cajas, las telas, las cintas, las cajas de dulces de la sección de alimentación, las muestras de esto y de aquello, absolutamente todo, se colocaba, se doblaba, se metía en cajas, y a lo que no se podía guardar, le echaban una sábana por en cima. Por último, colocaron todas las sillas encima de los mostradores, despejando el suelo. Después de terminar su tarea, cada uno de aquellos jóvenes, se dirigía a la salida con una expresión de alegría en el rostro, como nunca antes había visto en ningún empleado de ninguna tienda. Después aparecieron varios muchachos echando serrín y provistos de cubos y de escobas. Tuve que echarme a un lado para no interponerme en su camino, y, aun así, me echaron serrín en un tobillo. Durante un buen rato, mientras deambulaba por las distintas secciones, con las sábanas cubriéndolo todo y a oscuras, oía el ruido de las escobas. Y, finalmente, una hora después, o quizá un poco más, de que cerraran, pude oír cómo echaban la llave.

El lugar se quedó en silencio. Yo me vi caminando entre la enorme complejidad de tiendas, galerías y escaparates. Estaba completamente solo. Todo estaba muy tranquilo. Recuerdo que, al pasar cerca de la entrada que daba a Tottenham Court Road, escuché las pisadas de los peatones. Me dirigí primero al lugar donde se vendían calcetines y guantes. Estaba a oscuras; tardé un poco en encontrar cerillas, pero finalmente las encontré en el cajón de la caja registradora. Después tenía que conseguir una vela. Tuve que desenvolver varios paquetes y abrir numerosas cajas y cajones, pero al final pude encontrar lo que buscaba. En la etiqueta de una caja decía: calzoncillos y camisetas de lana; después tenía que conseguir unos calcetines, gordos y cómodos; luego me dirigí a la sección de ropa y me puse unos pantalones, una chaqueta, un abrigo y un sombrero bastante flexible, una especie de sombrero de clérigo, con el ala inclinada hacia abajo. Entonces, empecé a sentirme de nuevo como un ser humano; y en seguida pensé en la comida. Arriba había una cafetería, donde pude comer un poco de carne fría. Todavía quedaba un poco de café en la cafetera, así que encendí el gas y lo volví a calentar. Con esto me quedé bastante bien. A continuación, mientras buscaba mantas (al final, tuve que conformarme con un montón de edredones), llegué a la sección de alimentación, donde encontré chocolate y fruta escarchada, más de lo que podía comer, y vino blanco de Borgoña. Al lado de ésta, estaba la sección de juguetes, y se me ocurrió una idea genial. Encontré unas narices artificiales, sabes, de esas de mentira, y pensé también en unas gafas negras. Pero los grandes almacenes no tenían sección de óptica. Además tuve dificultades con la nariz; pensé, incluso, en pintármela. Al estar allí, me había hecho pensar en pelucas, máscaras y cosas por el estilo. Por último, me dormí entre un montón de edredones, donde estaba muy cómodo y caliente. Los últimos pensamientos que tuve, antes de dormirme, fueron los más agradables que había tenido desde que sufrí la transformación.

1 comentario:

Santiago Lucas dijo...

Te recomiendo "El Túnel", de Ernesto Sábato, me lo leí como 3 veces :P