martes, febrero 03, 2009

"El Proceso", de Franz Kafka

Capítulo XVI. El Fiscal.

A pesar de los conocimientos psicológicos y de la experiencia adquirida durante su larga actividad bancaria, sus compañeros de tertulia siempre le habían parecido dignos de admiración y jamás negaba que para él suponía un gran honor pertenecer a un grupo semejante. Estaba constituido casi exclusivamente por jueces, fiscales y abogados; a algunos jóvenes funcionarios y pasantes se les admitía en la reunión, pero se sentaban al final de la mesa y sólo podían intervenir en los debates cuando se les preguntaba expresamente algo. Pero esas preguntas solían tener el único objetivo de divertir a la concurrencia: especialmente el fiscal Hasterer, habitual vecino de mesa de K, gustaba de avergonzar así a los jóvenes. Cuando ponía su gran mano peluda en el centro de la mesa, la extendía y miraba hacia el extremo, todos aguzaban los oídos. Y cuando uno de los jóvenes se adjudicaba la pregunta, pero o no podía descifrarla o se quedaba mirando la cerveza pensativo, moviendo las mandíbulas en vez de hablar, o —lo que era más enojoso defendía con un torrente de palabras una opinión falsa o desautorizada, entonces todos los señores volvían a acomodarse riendo en sus asientos y sólo a partir de ese momento parecían sentirse realmente a gusto. Las conversaciones serias y especializadas quedaban reservadas para ellos.

K había sido introducido en esa sociedad por el asesor jurídico del banco. Hubo un tiempo en que K tuvo que sostener largas entrevistas con ese abogado hasta muy tarde por la noche y se había adapta do a su costumbre de cenar en la tertulia, gustándole la compañía. Allí podía ver a eruditos, a hombres poderosos y de gran prestigio, cuya diversión consistía en intentar resolver cuestiones ajenas a la vida común. Aunque él podía intervenir muy poco, al menos disfrutaba de la posibilidad de acumular conocimientos, lo que más tarde o más temprano le procuraría ventajas en el banco. Además, podía conseguir importantes contactos personales con el mundo de la justicia, que siempre podían ser de utilidad. Pero también el grupo parecía tolerarle. Pronto fue reconocido como un experto en negocios y su opinión en esa materia —muchas veces emitida con ironía— resultaba irrefutable. Ocurría con frecuencia que dos personas, que juzgaban de manera diferente una cuestión jurídica, solicitaban a K su opinión, de tal modo que el nombre de K quedaba involucrado en todas las intervenciones, incluso en los análisis más abstractos, en los que K se perdía. No obstante, poco a poco iba comprendiendo las argumentaciones más complejas, pues contaba a su lado con el fiscal Hasterer, un buen consejero que le ayudaba amigablemente en esas cuestiones. Algunas veces K le acompañaba por la noche a casa, aunque no se podía acostumbrar a ir al lado de un hombre tan enorme, que le podría haber ocultado en los faldones de su abrigo.

A lo largo del tiempo se hicieron tan amigos que las diferencias de educación, de profesión y de edad desaparecieron. Hablaban entre ellos como si hubieran estado juntos desde siempre y, aunque en la relación a veces parecía que uno mostraba cierta superioridad, no era Hasterer, sino K el que quedaba algo por encima, pues sus experiencias prácticas le daban con frecuencia la razón, no en vano las había adquirido directamente, como nunca ocurre en un despacho judicial.

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