martes, diciembre 02, 2008

"1984", de George Orwell

Durante unos cuantos segundos, Winston quedó paralizado. Luego torció a la derecha y anduvo sin notar que iba en dirección equivocada. De todos modos, era evidente que la joven lo espiaba. Tenía que haberlo seguido hasta allí, pues no podía creerse que por pura casualidad hubiera estado paseando en la misma tarde por la misma callejuela oscura a varios kilómetros de distancia de todos los barrios habitados por los miembros del Partido. Era una coincidencia demasiado grande. Que fuera una agente de la Policía del Pensamiento o sólo una espía aficionada que actuase por oficiosidad, poco importaba. Bastaba con que estuviera vigilándolo. Probablemente, lo había visto también en la taberna.

Le costaba gran trabajo andar. El pisapapeles de cristal que llevaba en el bolsillo le golpeaba el muslo a cada paso y estuvo tentado de arrojarlo muy lejos. Lo peor era que le dolía el vientre. Por unos instantes tuvo la seguridad de que se moriría si no encontraba en seguida un retrete público, Pero en un barrio como aquél no había tales comodidades. Afortunadamente, se le pasaron esas angustias quedándole sólo un sordo dolor.

La calle no tenía salida. Winston se detuvo, preguntándose qué haría. Mas hizo lo único que le era posible, volver a recorrerla hasta la salida. Sólo hacía tres minutos que la joven se había cruzado con él, y si corría, podría alcanzarla. Podría seguirla hasta algún sitio solitario y romperle allí el cráneo con una piedra. Le bastaría con el pisapapeles. Pero abandonó en seguida esta idea, ya que le era intolerable realizar un esfuerzo físico. No podía correr ni dar el golpe. Además, la muchacha era joven y vigorosa y se defendería bien. Se le ocurrió también acudir al Centro Comunal y estarse allí hasta que cerraran para tener una coartada de su empleo del tiempo durante la tarde. Pero aparte de que sería sólo una coartada parcial, el proyecto era imposible de realizar. Le invadió una mortal laxitud. Sólo quería llegar a casa pronto y descansar.

Eran más de las veintidós cuando regresó al piso. Apagarían las luces a las veintitrés treinta. Entró en su cocina y se tragó casi una taza de ginebra de la Victoria. Luego se dirigió a la mesita, sentóse y sacó el Diario del cajón. Pero no lo abrió en seguida. En la telepantalla una violenta voz femenina cantaba una canción patriótica a grito pelado. Observó la tapa del libro intentando inútilmente no prestar atención a la voz.

Las detenciones no eran siempre de noche. Lo mejor era matarse antes de que lo cogieran a uno. Algunos lo hacían. Muchas de las llamadas desapariciones no eran más que suicidios. Pero hacía falta un valor desesperado para matarse en un mundo donde las armas de fuego y cualquier veneno rápido y seguro eran imposibles de encontrar. Pensó con asombro en la inutilidad biológica del dolor y del miedo, en la traición del cuerpo humano, que siempre se inmoviliza en el momento exacto en que es necesario realizar algún esfuerzo especial. Podía haber eliminado a la muchacha morena sólo con haber actuado rápida y eficazmente; pero precisamente por lo extremo del peligro en que se hallaba había perdido la facultad de actuar. Le sorprendió que en los momentos de crisis no estemos luchando nunca contra un enemigo externo, sino siempre contra nuestro propio cuerpo. Incluso ahora, a pesar de la ginebra, la sorda molestia de su vientre le impedía pensar ordenadamente. Y lo mismo ocurre en todas las situaciones aparentemente heroicas o trágicas. En el campo de batalla, en la cámara de las torturas, en un barco que naufraga, se olvida siempre por qué se debate uno ya que el cuerpo acaba llenando el universo, e incluso cuando no estamos paralizados por el miedo o chillando de dolor, la vida es una lucha de cada momento contra el hambre, el frío o el insomnio, contra un estómago dolorido o un dolor de muelas.

Abrió el Diario. Era importante escribir algo. La mujer de la telepantalla había empezado una nueva canción. Su voz se le clavaba a Winston en el cerebro como pedacitos de vidrio. Procuró pensar en O'Brien, a quien dirigía su Diario, pero en vez de ello, empezó a pensar en las cosas que le sucederían cuando lo detuviera la Policía del Pensamiento. No importaba que lo matasen a uno en seguida. Esa muerte era la esperada. Pero antes de morir (nadie hablaba de estas cosas aunque nadie las ignoraba) había que pasar por la rutina de la confesión: arrastrarse por el suelo, gritar pidiendo misericordia, el chasquido de los huesos rotos, los dientes partidos y los mechones ensangrentados de pelo. ¿Para qué sufrir todo esto si el fin era el mismo? ¿Por qué no ahorrarse todo esto? Nadie escapaba a la vigilancia ni dejaba de confesar. El culpable de crimental estaba completamente seguro de que lo matarían antes o después. ¿Para qué, pues, todo ese horror que nada alteraba?

Por fin, consiguió evocar la imagen de O'Brien. «Nos encontraremos en el sitio donde no hay oscuridad», le había dicho O'Brien en el sueño. Winston sabía lo que esto significaba, o se figuraba saberlo. El lugar donde no hay oscuridad era el futuro imaginado, que nunca se vería; pero, por adivinación, podría uno participar en él místicamente. Con la voz de la telepantalla zumbándole en los oídos no podía pensar con ilación. Se puso un cigarrillo en la boca. La mitad del tabaco se le cayó en la lengua, un polvillo amargo que luego no se podía escupir. El rostro del Gran Hermano flotaba en su mente desplazando al de O'Brien. Lo mismo que había hecho unos días antes, se sacó una moneda del bolsillo y la contempló. El rostro le miraba pesado, tranquilo, protector. Pero, ¿qué clase de sonrisa se escondía bajo el oscuro bigote? Las palabras de las consignas martilleaban el cerebro de Winston: “La guerra es la paz, la libertad es la esclavitud, la ignorancia es la fuerza”.